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Historias de buñuelo

Foto del escritor: book keeperbook keeper

Tantos años, tantos regalos que he empacado en mi vida, y aún me queda arrugado el papel. Mi madre santa tenía razón en todo menos en una cosa, que iba a aprender a empacar regalos. A estas alturas debería mandar a comprar bolsas navideñas y ya, pero no puedo alejarme de cada reto que supone cada regalo.

Corto mal el papel.

Se me acaba la cinta.

Casi me corto.

Doble por el lado que no era.

Todos quedan mal empacados, la vocecita en mi cabeza me dice que vuelva a empezar, pero no creo que los niños le den mucha importancia. Lo divertido es romper el papel.

Empaco el último, el mío. Llevo ya ocho años, no, llevo nueve años sola. En un silencio roto por los ladridos de Lola. Llevo nueve años comprando un solo regalo para mi apellido, la última de mi familia. Todos deben de estar riendo en sus tumbas, aunque fui yo quien gané la apuesta, una triste y solitaria, pero como recompensa tengo regalo de la vida.

Y una nueva cámara fotográfica mal envuelta que estará debajo de mi almohada en tres días. El timbre suena y Lola corre a la puerta desordenando más de lo que ya estaba mi pequeña oficina. Han llegado por los regalos, como todos los años. La misma rutina. Abro la puerta y saludo a Julia.

—Traje a mi hermana —me dice y agrega en un susurro cuando me abraza—, María.

Me inclino lo que más puedo para saludarla.

—Hola —contesta sin mirarme a los ojos.

Julia le da un pequeño empujón y María vuelve a saludarme. Conocí a Julia por casualidades de la vida, como dicen por ahí. Desde entonces, ella me ayuda con cosas simples y yo le pago, no es sólo que me lleve a las citas médicas, es su compañía la que disfruto, cuando no está corriendo de un lado a otro.

—¿Quieren tomar algo? —pregunto—, ¿comer algo?

—No gracias —dice Julia y desaparece por la puerta de mi oficina—, tenemos afán.

—¿Por qué? —le pregunto a María.

Ella simplemente alza los hombros. No soy buena tratando con los niños, les doy regalos, pero no los correteo.

—¿Quieres un buñuelo? —vuelvo a intentarlo.

—No me gusta.

No puedo contener el grito ahogado y llevarme a la mano al pecho como si me diera un infarto. Eso parece asustarla un poco pues abre mucho los ojos, tengo que admitir que parezco bastante frágil.

—Como que no te gusta el buñuelo —le digo—, si es la mejor creación humana.

Eso parece sacarle una sonrisa, una muy pequeña.

—Vamos a ayudarle a tu hermana, entonces.

Cruzamos la puerta de mi oficina y ya hay dos bolsas de tela con algunos regalos y Lola saboreando un papel a los pies de mi escritorio.

—Ve bajando las bolsas al carro, María —dice Julia y le entrega las llaves.

María toma una bolsa y yo me adelanto a tomar la otra, María parece que va a protestar pero salgo antes de la oficina. Tampoco es que tenga otra cosa que hacer.

Entramos al ascensor.

—¿Por qué esa cara triste?

—¿Por qué la sonrisa?

—Auch —vuelvo a llevarme la mano al pecho.

—Mi tío se murió y es navidad, debo estar triste —dice con la mirada fija en las puertas.

Ya lo sabía, Julia me lo había contado hacía unos meses, cuando todo sucedió. Y aún así hablé, abrí mi gran bocota, uno puede tener noventa años y seguir equivocándose.

—Lo siento —le digo— ¿cómo era?

Si algo he aprendido de la vida es que hablar de los muertos es sanador. Cuanto daría porque me preguntaran de mis primos, de mis padres o mi marido, la verdad es que mucho. Y me gusta saber de las personas, es una de las cosas que trae la vejez cuando no se tiene mucho que hacer. Uno termina escuchando las historias de la vida en vez de contarlas.

—¿Cómo es feliz en navidad? —me pregunta con tono acusador.

Esa pregunta estaba en la punta de la lengua de mucha gente, ¿cómo es feliz si está sola? Veo la curiosidad en sus ojos, el miedo reflejado en la pregunta no hecha. Sólo algunos me lo han preguntado directamente y la mayoría de veces con un tono acusador nacido de la rabia, diciendo entre líneas: no deberías serlo

Pensé. Siempre pienso antes de responder, sin contestar la rabia, pero no dejar duda a la curiosidad. Y cuando abrí la boca para responder un sonido y un vació en el estómago no me dejaron hablar. María se aferró a mi brazo y yo le palpe la cabeza. Solo había durado unos cuantos segundos, pero había sido suficiente para asustarnos a las dos. Apreté el botón de emergencia.

—Doña Olga —me contesta el portero.

—Fernando, creo que nos quedamos atrapadas en el ascensor.

—Ya voy a mandar ayuda.

—Gracias.

Me senté en el suelo y María me imito.

—¿Dónde nos habíamos quedado?

—¿Porque es tan feliz en navidad? —dijo María—, ¿cómo no está enojada?

—¿Tú estás enojada?

Ella asintió con la cabeza, sin mirarme.

—Es fácil estar enojada, el enojo me acompañó durante mucho tiempo —dije—, aún me enojo, cuando Lola ladra a medianoche y me despierta, o cuando me sirven en algún restaurante remolacha cuando dije que no me gusta.

María esbozo una sonrisa.

—Pero ya no me gusta tanto enojarme, porque herí a muchas personas que quiero por andar brava con el universo. Si me da rabia es algo concreto porque me cansé de darle patadas a algo invisible.

—Aún no contesta mi pregunta —insiste María.

—Desde niña me ha gustado la navidad y nada ni nadie me va a quitar ese gusto.

—¿Ya?

—¿Decepcionada?

—Si —contestó María— no puede ser una decisión.

—Pero lo es y tú no tienes porqué tomar las mismas decisiones que yo.

—Es la peor navidad que he tenido —María se abraza las piernas— se murió mi tío.

—Yo también he tenido navidades horribles, si te sirve de consuelo.

—¿Que es consuelo? — le cuesta pronunciar la palabra.

Se me olvida que estoy hablando con una niña de tal vez siete años.

—Es algo que te calma un poquito el dolor, como una curita.

—¿No me acaba de decir que siempre le ha gustado la navidad? —dijo María con ojos acusatorios tratándolos de disfrazar de confusión— entonces no tendría sentido que haya tenido navidades horribles, no soy boba.

Eso me saca una risa.

—Después de más de noventa navidades es imposible que todas salgan bien —son muchas navidades, pensé para mis adentros—, pero siempre las disfruté lo más que pude, menos una.

—¿Cuál? —pregunta María.

—Doña Olga— se escucha la voz arriba de mi cabeza.

—Dígame Fernando —contesto casi gritando para que me escuche, me da pereza levantarme.

—Nos vamos a demorar para sacarlas —dijo él.

—No iremos a ninguna parte.

—Entonces, su peor navidad— dijo María instándome a comenzar.

—Cuando yo tenía quince años, vivíamos en una casa grande, de dos pisos —comencé mi relato— vivíamos mis papás y dos de mis hermanos, uno de ellos ya estaba casado. Suena divertido, pero no lo es, mucho menos cuando los tres estábamos pasando por una época de fracasos.

>>Las navidades se celebraban en la casa de mi abuela, que quedaba en el mismo barrio que la nuestra. Esa navidad me puse a cocinar, adivina que.

—Buñuelos.

—Exactamente. Y los quemé. Pero también la cocina y las cortinas, y la sala…

María se tapa la boca con las manos para evitar una risa, yo estoy contiendo la mía, pero la dejo escapar y ambas reímos con fuerza.

—Por lo tanto, se quemaron los regalos y el árbol de navidad. El fuego no llego a las habitaciones y todos salimos vivos. Lo bueno…

—¿Hubo algo bueno? —interrumpió María.

—Siempre puede haber algo bueno, fué que no le tuve que contar a mis papás, porque estaban ahí y les toco salir corriendo. Mi papá estaba en pijama. Entonces me ahorré el drama de contarles

>>A los días, cuando era oficialmente 24 de diciembre, llegamos a la casa de mi abuelita sin regalos. Yo le había comprado una pequeña estatua hecha en vidrio de una flor que le gustaba mucho, pero no pude dársela. Durante toda la noche contamos la historia y hablamos del fuego, algo preocupados por todos los arreglos y los recuerdos que nunca recuperaríamos. Ahora me da risa la historia, y pude reírme con mi familia años después, pero en el momento fue terrible, no lo volvería a vivir por nada del mundo.

—Mi tío le tenía miedo al fuego —dijo María— me contó que se había quemado con la candela del fogón cuando era pequeño.

—Los accidentes de cocina son más peligrosos que lo que la gente cree.

—Si —dijo María con un tono distante, mirando más allá de mí— ¿No le da miedo la muerte?

Ya nos estábamos filosóficas y existencialistas.

—Si, más que nada cuando me pongo a pensar mucho en ella. ¿A tí?

—Antes no pensaba en ella, ahora no puedo para, me persigue —se sincera y cuando lo dice suelta el aire, como si soltara también la carga.

—La primera vez que se murió alguien en mi familia fue una tía distante —comienzo a decirle—, no era muy cercana a la familia, parecía que viviera en la luna, y murió de manera muy repentina. Desde ese día entendí que la muerte era algo real, no solo le pasaba al vecino, sino que también podría tocar en mi puerta. La ví por primera vez.

—¿Te acostumbras?

—Algunas veces el miedo no lo sientes, te prometo que no lo sentirás todos los días —le digo, recordando mi propia historia—, pero las ausencias, extrañarlos, siempre lo vas a sentir, solo que se transforma; al principio es un hueco, un dolor intenso y luego es una sonrisa pequeña al ver las fotos, se convierte en un amor que extraña sin quemar.

María se quedó en silencio, tal vez la había tratado como una adulta y ahora estaba confundida.

—Entiendo —rompe el silencio—. Cuéntame de otra navidad.

—En otra ocasión, después del incendio, no teníamos dinero para regalos, ni para la cena. Nos queríamos reunir igual, era la segunda vez sin mi abuelita y estábamos tratando de mantener la tradición. Entonces hicimos las cuentas para saber cuánto necesitábamos para la cena.

—Para los buñuelos —dijo María y sacó la lengua con cara de asco.

—Lo que hicimos fue reunirnos los primos, y nos dividimos. A mí me toco ir al parque a cantar, con mi hermana, ella tocaba el acordeón y nos quedamos horas cantando villancicos. La gente nos dio suficiente dinero para ponernos a hacer buñuelos y natilla. Y apunta de vender de casa en casa logramos comprar una cena decente para esa navidad.

—¿No te dió mucha pena?

—Demasiada, más que nada porque no sentía que cantara muy bien, y toda la gente mirando, ¿que iban a pensar de mí?

—Que piensen lo que quieran —dijo María.

—Exactamente— le contesté.

Las piernas se me empezaban a entumecer entonces trato de cambiar de posición, intentar encontrar la comodidad en aquel pequeño cuadrado.

—Aún así, creo que esta navidad quiero estar triste —dijo María.

—Nada te impide estar triste y hacer el duelo, es importante que lo hagas —le digo—, te lo dice una viejita que ha pasado por muchas tristezas y ninguna es igual a la otra.

—Gracias doña Olga —dijo María— alguna otra navidad que me quiera contar.

—Pase una navidad en la nieve.

Sus ojos se agrandaron con emoción.

—¿Como es?

—Bastante fría —le guiñe un ojo—, algún día tendrás que sentirla por ti misma. En esa época estaba viajando sola, mis padres me mandaron los regalos a escondidas en mi maleta. Los abrí en la playa.

—¿Playa con nieve? suena como un sueño.

—Me habían regalado un collar con una ballena —le mostré la pequeña ballena que tenía colgada en el cuello—, y un traje de baño con una carta que decía algo como, para que los uses en tu próxima aventura.

—¿Cuál era la aventura?

—Mi trabajo como bióloga marina.

—Doña Olga —se escucha del otro lado de las puertas.

—Aquí estamos —responde María y se pega a las puertas mientras las golpea con sus manos pequeñas.

—Ya las vamos a sacar.

En cinco minutos o menos abrieron las puertas y ambas salimos lo más rápido que pudimos, no queríamos pasar otro segundo más allí. María abrazó a su hermana y Lola se quedó a mi lado, alcancé a escuchar que María le decía “perdón” y Julia le contestaba “tranquila”

—Creo que voy a bajar los regalos por las escaleras —dijo María y salió corriendo con las dos bolsas.

 


Isabel Londoño Toro

 
 
 

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