Después de rodear todo el árbol me desplomo con el suficiente cuidado de no enterrarme las raíces que sobresalen. Los ojos me pican del sueño, pero no puedo rascarlos con las manos sucias de tierra. Aún falta tiempo para que el sol se ponga y el árbol brille, pero estoy tan apurada que no importa comenzar el ritual antes.
—Los preparativos están casi listos —le cuento al árbol en voz baja—, solo falta que tus frutos maduren.
No quiero contarle lo que paso hoy.
—Estoy nerviosa —cruzo las piernas —, se supone que ya superé los errores del año pasado.
Respiro profundo.
—Que ya me perdoné —acaricio una de las raíces, una de las quemadas—, pero ¿qué tal si cometo nuevos errores y es peor?
Me quedo en silencio, escuchando las hojas moverse con el viento. Escucho lo suficiente para que los sonidos del bosque me arrullen y ya no tenga ganas de seguir hablando. Hasta que las pisadas de un caballo resuenan por el suelo, demasiado cerca.
Me paro con rapidez y la cabeza me da vueltas. El corazón en la garganta impide que piense con claridad. No a mí. Justo cuando estoy a punto de echar a correr, mi vida es más valiosa que la del árbol, aparece Ana cabalgando.
—Casi me matas de un infarto —le digo con voz temblorosa.
—Estás sensible, niña —dice ella— ayúdame a bajar.
Me acerco al caballo aun con el susto a flor de piel y ayudo a Ana a tocar tierra firme. La tomo del brazo para guiarla, pero ella se suelta.
—Conozco el camino —me dice ella.
—Hay nuevas raíces.
Ella simplemente alza sus hombros y sigue caminando, lo más recta que su espalda encorvada le permite.
—¿Te enteraste de lo de hoy? —Le pregunto sin ganas, solo por saber y no por querer conversar, espero que lo note en mi tono.
Ella asiente con la cabeza.
—Una lástima, Paula no se lo merecía — responde ella y se sienta el suelo, donde yo antes estaba— ¿Se lo estabas contando? —señala el árbol con el bastón.
Niego con la cabeza, pero recuerdo la ceguera de Ana.
—No.
—¿ De qué le estabas hablando?
—De mí —respondo con simpleza, no quiero entrar en detalles.
Me siento al lado de Ana, esperando que la conversación sea solo trivial, no quiero llorar.
—¿Dónde se quemó?
Miro las raíces a mi alrededor y sé que el olor a quemado está solo en mi cabeza. Es real. La sensación de tristeza e impotencia se despierta otra vez, haciendo que cambie de posición antes de hablar.
—Aquí —tomo su mano arrugada y la dejo en una de las raíces cercanas— no aprenden —digo para llenar el silencio.
Ana esboza una sonrisa en medio del dolor que arruga su frente.
—No, el odio no aprende.
—¿Por qué? —sollozo con las lágrimas a punto de salir, con la rabia en la garganta y el miedo en cada músculo— hemos hecho todo y nada cambia. ¿Por qué nos odian y no lo admiten?
Ana levanta la mano de la raíz y la pone sobre mi mejilla, algo de ceniza me mancha la cara.
—¿Por qué no estás con ellas?
—Alguien tenía que venir a cuidar el árbol —respondo automáticamente —, y me siento resignada. Tan cerca de nuestra fecha y se atreven a hacerle eso a Paula, desgraciados.
—Yo también me siento así —dice Ana y hace un ademán con la mano—, pero eso siempre se pasa.
—Estoy tan cansada —digo y agrego con una sonrisa amarga— y solo llevo dos años en el grupo.
Ana sonríe, mostrándome algunos de sus dientes.
—Yo también estoy cansada.
Aunque agradezco su compañía, me estoy cansando de sus respuestas. Si ella está cansada no me quiero imaginar yo cuando llegue a su edad.
—¿También estás decepcionada?
—No, ¿por qué lo estaría? —La pregunta le sorprende.
—Se supone que nosotras traeríamos el cambio —ahora las lágrimas empiezan a correr libremente por mis mejillas—, el cambio que necesitábamos pero que solo pocos lo veían. Y no ha cambiado nada.
Ana chasquea la lengua.
—Llevamos muchas generaciones haciendo lo mismo —dice—, estaría decepcionada si dejaran de hacerlo.
—Pensé que iba a ser más fácil, Paula también —digo mientras me abrazo las rodillas—, y ahora probablemente la convertirán en otro número, ella no quería eso.
—Ninguna mujer debería serlo —dice Ana— ninguna quiere, pero hay que contarlas. Hay que saber sus nombres para no olvidarnos de ellas.
—Lo sé—suspiro resignada—, lo sé.
—Deberías ir con ellas —dice— yo puedo quedarme a cuidar el árbol, hace mucho que no le hablo.
Y como si el árbol le respondiera, sus hojas empiezan a brillar, se extiende hasta el tronco y baja hasta las raíces que iluminan la tierra que las cubre. Todo el árbol se ilumina, menos aquellas raíces que fueron quemadas.
Me quedo mirando todo aquello, como si fuera la primera vez. El árbol volvió a brillar, nadie dudo de que eso sucedería, aun así, me alivia saber que sí lo hizo.
—¿Qué vamos a hacer? —le pregunto en un susurro.
—Seguir —dice Ana—, hasta que todas estemos a salvo.
—Y que podamos ser —agrego, evocando el sueño que tanto tiempo he cuidado con mis manos llenas de tierra.
Isabel Londoño Toro
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